Alfredo Abarca
Desde que alguien se hizo dueño de un territorio, el ingreso y egreso de las mercaderías fue controlado y comenzaron a cobrarse gabelas tanto al animal y el carro como al ser humano. Era la forma de dominar, protegerse y recaudar. Quizá la primera.
En las colonias españolas de América, la colocación de los excesos de producción de la revolución industrial provocó expediciones militares intentando abrir el mercado latinoamericano dominado por España y Portugal. Ya independientes, se hereda el conflicto con distintos actores. Y uno de los motivos de las luchas entre unitarios y federales fue la apropiación o la distribución de las rentas aduaneras del puerto de Buenos Aires, única vía de ingreso y egreso de mercaderías europeas, sin perjuicio del tráfico fronterizo.
La función de las aduanas fue mutando a través del tiempo y por la diferente ideología económica o política de los sucesivos gobiernos influidos por las nuevas ideas que se imponían en el mundo. Pero lo cierto es, que desde aquellos lejanos tiempos hasta la actualidad las apetencias de la población y la evasión de los tributos de importación (más tarde también de exportación) encontraron su satisfacción a través del contrabando.
Un contrabando que evolucionó en sus argucias desde los que cruzaban clandestinos la frontera a formas sofisticadas en procura de evadir impuestos o prohibiciones con el desinterés o beneplácito de mucha gente que no lo consideraba un ilícito y satisfacía sus necesidades o caprichos. Siempre existió una parte de la población dispuesta a pagar por la mercadería contrabandeada al considerar (a veces con razón) que no es moralmente reprochable engañar al Estado que abusa de su poder. Lo mismo sucede con la compra o utilización de productos pirateados de música, literatura o cine, pero con la inmaterialidad de la propiedad intelectual: una desgraciada e innegable realidad.
Las barreras, algunas lógicas y otras absurdas, al comercio internacional y la necesidad de proteger las personas e industrias de la importación no controlada de medicamentos, drogas, armas y algunas mercaderías restringidas llevó a variar el objetivo recaudatorio de impuestos de las aduanas a uno principal de control, sin perjuicio del cobro de los derechos aduaneros y algunos impuestos.
Esta necesidad recaudatoria y basado en el escándalo de la aduana paralela, llevó al gobierno de aquel entonces a dictar un decreto de necesidad y urgencia (618/97) que reunió en un solo organismo (la AFIP) a la Aduana y a la Dirección General Impositiva -y luego la Anses- unificando la tarea recaudadora del Estado como si fuera el objetivo prioritario de cada uno de esos organismos de concepciones, regulaciones y destinos muy distintos. Lo único que los une es la recaudación de impuestos y aportes, objetivo indiscutido de los gobiernos.
Ese decreto de necesidad y urgencia (ejemplo de impericia legislativa) iguala y unifica estructuras burocráticas con necesidades de formación distintas, enemigos también distintos (el contrabando y la evasión) que casi 10 años después mantienen sus autonomías.
Sin embargo, siendo organismos de recaudación de gabelas tienen un enemigo interno que los corroe: la corrupción. Ninguno de los tres gozan de prestigio en la ciudadanía pese a que cumplen misiones esenciales para el funcionamiento del Estado y que sus empleados son los mejores remunerados del Poder Ejecutivo. Son motivo de escándalos periódicos y el ejemplo más reciente son los contenedores llenos de mercaderías abandonados en los intervenidos depósitos fiscales, la evasión o elusión de impuesto a los combustibles por $ 8000 millones o la apropiación de los aportes retenidos a los trabajadores por las empresas protegidas por el poder.
Es necesario reconocer que en los tres organismos trabaja una mayoría de funcionarios esforzados y honestos que deben coexistir con los corruptos, cuyo único objetivo es el enriquecimiento personal e incluso, como se sospecha con serios indicios, la recaudación para políticos o partidos que aportan su cobertura de impunidad.
Las autoridades designadas por el nuevo gobierno nacional tienen una ingente tarea por delante que es desarraigar prácticas consolidadas en los pliegues de las estructuras de estas instituciones mediante urgentes acciones policiales y judiciales que desbaraten estas líneas de corrupción y sus cómplices o coautores empresarios y amigos porque el cohecho no existe sin una parte que exige y otra que paga.
La inteligencia y fortaleza para llevar adelante esta difícil misión sin ser contagiados ni incorporados por las mafias, será una acción patriótica y un servicio que reconocerá la Nación y que nos permitirá subir del desgraciado puesto que nos ubica como uno de los países más corruptos.
En un Estado de derecho, la función de la Aduana con su sustancial función de control debe enfrentarse al narcotráfico, combatir el contrabando y la corrupción restableciendo, al mismo tiempo, los derechos de los administrados con la eliminación de trabas que benefician el accionar de los malos agentes que, seguramente, serán detectados y excluidos de la repartición por la acción de los muchos honestos que integran su personal.
Para ello es indispensable el apoyo de la población que debe asumir que el contrabando y la corrupción son delitos tan reprobables como el robo o la defraudación, y que el ciudadano honesto debe ser protegido en sus derechos por el Estado que se someterá, también, a un accionar legítimo y sujeto a las normas y resoluciones de los jueces. O sea, recuperar la seguridad jurídica.
El autor es director del Posgrado de Derecho Aduanero y de la Integración de la Facultadde Derecho de la UBA
Fuente: Comercio Exterior La Nación